Latinobarómetro: demoledor

 

Jorge G. Castañeda

 

Cada año la encuesta Latinobarómetro, levantada por una firma chilena, nos ilustra sobre el estado de la democracia en América Latina, por lo menos en lo que a la opinión pública se refiere. Primero la publica The Economist, y luego otros medios suscritos. En México fue Reforma quien entregó los resultados hace unos días. Dos datos iniciales. En satisfacción con el funcionamiento de la democracia en su país, Uruguay se encuentra en primer lugar, con 70 por ciento; México en último lugar, con 19 por ciento: demoledor. Y en la evolución de este indicador, a lo largo de los últimos 20 años solo superamos el promedio latinoamericano en tres ocasiones, dos de ellas vinculadas con Vicente Fox (el desastre, según la comentocracia): 2000 y 2006. El otro año fue 1997, cuando el PRI perdió la mayoría en la Cámara y el DF. En 2015, nos encontramos a la mitad del promedio regional.

Discutir si la democracia mexicana es bien vista por los mexicanos a estas alturas es ocioso. Lo importante es qué se puede hacer en el corto plazo, es decir, de aquí a 2018, para revertir este terrible desgaste. Para mí, la respuesta mínima —no exhaustiva— es evidente, y lo ha sido desde 2004: abrir los mayores cauces posibles a las candidaturas sin partido para que alcancen los mejores resultados posibles en las elecciones programadas.

Ese es el sentido del desplegado "Por una cancha pareja para candidaturas independientes", firmado por más de un centenar de personalidades de la política, la academia, el activismo social, las letras y las artes, y el empresariado, publicado aquí el martes pasado, criticando los candados impuestos en varios estados a dichas candidaturas. Asimismo, fue el sentido de la participación de dos signatarios —Aguilar Camín y yo— en la presentación ante la prensa de la iniciativa de Manuel Clouthier, buscando facilitar el camino a las candidaturas a nivel federal. Un desplegado no hace verano, y un chisme no hace daño. El proceso de decantación de las candidaturas independientes en potencia y el inevitable surgimiento de obstáculos jurídicos, políticos y personales muestran un camino posible a Los Pinos, pero arduo y sinuoso, como diría el presidente Mao. Por lo pronto, hay que concentrarse en dos frentes: que se ensanchan al máximo las avenidas de acceso, y que se construya un mecanismo para que por la principal de ellas transite uno solo. Ese, o esa, será el bueno, o la buena. . .

 

 


Salvar a Centroamérica

 

Jorge G. Castañeda

Un rápido recorrido por cuatro países centroamericanos, después de algunos años sin contacto con una región tan cercana a México y tan alejada de la fortuna, permite sentir las consecuencias del olvido internacional y del terrible legado de las guerras del siglo pasado.

Sociedades entrañables, desgarradas por la pobreza, la violencia y la corrupción, impulsadas por la emigración, instaladas en una democracia inacabada, pero resistente: estas y muchas más características contradictorias pueblan el paisaje de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, parte de lo que Neruda llamaba la delgada cintura de América.

Centroamérica es una de las regiones más inseguras del mundo, salvo por los países que no lo son: Costa Rica, desde siempre, aunque más que antes, Panamá (ajeno a la zona) y Nicaragua. Este último caso llama la atención. Después de quince años de guerra civil (antes y después de la caída de Somoza en 1979), marcados por una violencia indescriptible, las instituciones creadas por los sandinistas durante su primer paso por el poder (de 1979 a 1990), consolidadas por tres gobiernos sucesivos contrarios al FSLN, y de nuevo a partir del 2007 con el regreso de Daniel Ortega, han permitido un control territorial y una integridad policíaca ausentes en el resto del área.

La policía nacional y el ejército, armados y entrenados por la URSS y Cuba, y desplegados en todo el país, le han ahorrado a Nicaragua la hecatombe de homicidios y extorsión que devastan, día con día, a Guatemala, Honduras y El Salvador.

Estos tres países padecen niveles de violencia entre los más altos del mundo. Pandillas desagregadas en Guatemala, maras organizadas en El Salvador y la combinación de ambas en Honduras, desuelan las ciudades y los barrios, desangran a sus juventudes y ahuyentan, lógicamente, a inversionistas y visitantes.

En Honduras, según la mayoría de los analistas, las pandillas se han entreverado con el crimen organizado; este último se ha dedicado a traer drogas, sobre todo cocaína, desde Venezuela, y a reenviarlas a México y Estados Unidos. Maras, narcos locales, chavistas venezolanos y capos mexicanos trabajan de la mano. En El Salvador, el “narco” tiene menor presencia (el país no es propiamente una ruta hacia el norte), y las bandas armadas encierran otro origen: las deportaciones de salvadoreños de Los Ángeles hace quince años.

El gobierno anterior (del FMLN) facilitó una tregua con sus dirigentes que, en un primer momento, permitió disminuir la violencia, pero que ya se agotaba cuando el gobierno actual (también del FMLN) la clausuró.

La Barrio 18 y la MS-13 respondieron con ira y fuego, el gobierno se insertó en el partido de vencidas y la violencia alcanzó grados nunca vistos, siquiera en El Salvador: 677 muertos en junio, 250 en la primera semana de agosto. En Guatemala, las grandes organizaciones de delincuentes se encuentran incrustadas en el Estado desde hace tiempo, y las pandillas son más un vehículo de movilidad social que otra cosa.

Desde que México cerró su espacio aéreo a las narcoavionetas procedentes de Colombia y Venezuela, las carreteras y las costas de Guatemala encaminadas a su vecino del norte se volvieron arterias cruciales de la circulación de las drogas. Narcos mexicanos, colombianos y guatemaltecos las aprovechan, y se las disputan. Los efectos perversos en Centroamérica de la guerra sangrienta e inútil del expresidente mexicano Felipe Calderón se multiplican así, y se resumen en un factor: a pesar de sus debilidades, México es infinitamente más capaz de administrar y acotar al crimen organizado que sus socios del “triángulo del norte”. Las consecuencias de esta tragedia no son las mismas en cada país. En los tres casos la mezcla específica de bandas, narcos y Estado cautivo varía, el resultado no: delincuencia, inseguridad, violencia.

 Ese resultado conduce a su vez a un segundo rasgo regional: el peso de la emigración y de las remesas en las sociedades y economías. De Nicaragua los nacionales parten al sur: a Costa Rica y a la industria de la construcción de Panamá; las remesas equivalen al 10% del PIB. De Guatemala huyen a Estados Unidos debido a la inseguridad; los envíos de expatriados alcanzan el 10% del ingreso nacional. Para Honduras, de donde la gente huye por la violencia, la cifra es un 17%; para El Salvador, de donde se alejan por la postración económica, es un 17%.

A pesar de los intentos de Washington para devolver a todos los centroamericanos que desembarcan en su territorio, sean o no niños, perseguidos o víctimas en potencia del crimen, y de México por sellar su frontera sur para ayudar a Estados Unidos (sin que se sepa que obtuvo a cambio), el flujo no se detiene.

Como ya lo ha descrito Joaquín Villalobos, la región corre el riesgo de convertirse en el equivalente de una sociedad asistida, viviendo de remesas y del consumo que generan de las ventas al menudeo que satisfacen esa demanda, pero condenada a la pobreza que aflige a los desterrados del universo de envíos de dólares.

 Divisa cuyo dueño ha vuelto a sus viejos tiempos de perfil proconsular, pero no necesariamente ni siempre en apoyo a las peores causas. Hace décadas que Washington no ejercía una tal influencia en Centroamérica, incluidos Nicaragua y su antiguo némesis, Daniel Ortega.

Centra, por supuesto, sus esfuerzos en el narcotráfico y la presencia de la DEA, del brazo antinarcóticos de la CIA, y del Pentágono es abrumadora. Pero en vista de la diversidad de los agobiantes retos que enfrenta el área, no puede ser tan monotemático como quisiera. La administración Obama se ha visto obligada a involucrarse en asuntos que afectan directamente a Estados Unidos, como la migración, y en otros que surten efectos indirectos, pero no por ello menos trascendentes: la violencia y, ahora de manera creciente, la gobernabilidad y la corrupción.

Sus políticas contrainsurgentes en los años ochenta y su guerra contra las drogas desde 1971 contribuyeron a las desgracias centroamericanas; hoy Estados Unidos se ve forzado a rectificar y a atender los problemas que en buena medida creó. Lo cual nos lleva al acontecimiento más esperanzador de este tiempo en Centroamérica.

En el 2006, Ban Ki Moon y el gobierno chapín crearon una institución –con su debido acrónimo, como todo en la ONU– llamada la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). Financiado originalmente por la UE y otros países involucrados en los acuerdos de paz de 1996, su propósito consistía en ser un coadyuvante de la Fiscalía en la investigación y juicio “de los delitos cometidos por integrantes de los cuerpos ilegales de seguridad (...) como en general en las acciones que tiendan al desmantelamiento de estos grupos (...) (para) fortalecer a las instituciones del sector Justicia para que puedan continuar enfrentando a estos grupos ilegales en el futuro”.

 Con el tiempo, sin embargo, la Cicig sufrió una doble metamorfosis: cada día se comenzó a ocupar más de temas de corrupción gubernamental, y cada día se vinculó más a Estados Unidos, conforme el interés de otros países se desvanecía. De tal suerte que en el transcurso del primer semestre de este año, la Cicig pasó a ocupar las primeras planas de los diarios guatemaltecos por sus acciones dirigidas contra diversos miembros del gabinete del presidente Pérez Molina y contra él mismo, contra escándalos en las compras del seguro social y contra la vicepresidenta, quien debió renunciar. Con sus 200 oficiales de seguridad y 200 fiscales, todos extranjeros, trabajando directamente con el Ministerio Público; con un nuevo comisionado colombiano vigoroso; con recursos suficientes y el apoyo de la embajada norteamericana, la Cicig se ha convertido en un potente instrumento de lucha contra uno de los peores maleficios padecidos por el país.

Como contó un alto funcionario del gobierno: “Duele reconocer que somos incapaces de limpiar la casa nosotros. Pero mejor que lo haga alguien a que no lo haga nadie”.

La idea ha hecho su camino. En Tegucigalpa, cada semana tiene lugar una manifestación callejera de antorchas exigiendo la creación de una Cicih: el equivalente en Honduras.

En ocasiones, las marchas se acercan a la embajada de Estados Unidos para pedir su apoyo. El emisario estadounidense Tom Shannon visitó la capital hondureña hace unas semanas, e insinuó que la aprobación de los recursos para la llamada Alianza para la Prosperidad serían más rápidamente desembolsados de surgir una Cicih.

En El Salvador, aunque el gobierno confronta menores desafíos en materia de corrupción que sus vecinos, también han surgido demandas a favor de una comisión análoga, que hasta ahora el régimen rechaza, con una vehemencia decreciente. La razón es obvia. Los mil millones de dólares que prometió el vicepresidente norteamericano Joe Biden a los tres países del “triángulo” hace casi un año no constituyen una cifra deslumbrante, pero revisten un valor emblemático. Washington puede condicionarlos a la perpetuación de la guerra antinarcóticos o a la disuasión migratoria o al combate a la corrupción por medio del modelo de la Cicig.
Los dos primeros asuntos serían más de lo mismo; el tercero, con todo y sus implicaciones de soberanía acotada, representarían un avance para la región. Como lo constituiría, por último, la consumación de un viejo sueño revivido: la unión aduanera de los países del “triángulo” y posiblemente también de Nicaragua y Costa Rica. Ninguna de estas economías, ni siquiera Guatemala, es verdaderamente competitiva –o incluso viable– por si sola. No es seguro que lo sean en un esquema de mercado común, como en los años sesenta, sin México. Y los obstáculos políticos son monumentales. Pero por lo menos ya empiezan a hablar de eso y, sobre todo, a negociarlo. Es otro rayo de esperanza en una región donde no abundan.

 

 

 


 

 

 

 


Ayotzinapa y afuera

 

Jorge G. Castañeda

 

En la vorágine noticiosa por las fechas fatídicas de Ayotzinapa —primer aniversario, reunión de los padres con Peña Nieto, informe de los expertos del GIEI, viaje de EPN a Nueva York, caída de Pérez Molina en Guatemala gracias a la CICIG— puede pasar desapercibida una discusión fundamental: el posible alcance de la injerencia internacional en temas internos mexicanos, tanto de los expertos, los argentinos, una altamente hipotética CICIM, una fiscalía externa o un nuevo grupo de expertos, como lo propuso la procuradora y que incluya a más peritos internacionales.

El debate se da de manera elíptica, eufemística —a la mexicana—, aunque en ocasiones también estridente, como cuando nuestro director habla de engendros extranjeros. Asimismo, en ocasiones, se sobrepone a otras discusiones, por ejemplo, si los peritos pro-Cocula son más piezas que el perito peruano anti-Cocula. Lo esencial, tanto en materia de derechos humanos como de corrupción e impunidad en general se encuentra claramente planteado.

 Existen dos razones para recurrir a instancias internacionales. La primera, es la más obvia, la que de alguna manera emana de Guatemala, Iguala y muchos otros casos: en ocasiones las instituciones nacionales no pueden investigar, concluir, denunciar y castigar violaciones a los derechos humanos o casos de corrupción. Cuando es así, la disyuntiva es sencilla: no hacer nada o hacerlo junto con y gracias a algún factor externo. Es lo que sucedió en Guatemala; es lo que probablemente suceda en Honduras; y es lo que ha sucedido en países europeos como Grecia.

La segunda es que más allá de la coyuntura, y aun si las instituciones nacionales pueden procurar justicia, limitar impunidad y denunciar abusos, para anclar estos procedimientos y para reforzar a esas instituciones conviene suscribir acuerdos internacionales de distinta índole porque ningún país está al abrigo de retrocesos, tentaciones o demonios autoritarios. Es la vieja tesis que muchos países han aceptado.

Durante años se lamentó en México que el factor externo fuera estadunidense: los medios, el Congreso, las ONG, etcétera. Con algo de razón. De ahí se dedujo que convenían más instancias regionales o internacionales, pero en todo caso multilaterales. La OEA y la CIDH son un ejemplo. La Relatoría del Consejo de Derechos Humanos de la ONU sobre Tortura y Desapariciones Forzadas es otro. Ahora resulta que a los adversarios de este tipo de tesis no les gusta ni el tema bilateral (EU) ni el regional (OEA) ni el internacional (CDH-ONU). En buen castellano, ¿qué chile les acomoda?

 

 

 


 

 

 

 


La justicia en los tiempos de Groucho Marx

 

Jorge G. Castañeda

 

El maltrecho sistema mexicano de justicia se ha llevado una paliza en el ámbito internacional estas semanas. Columnas editoriales, informes de expertos, declaraciones de relatores, reportajes en grandes medios impresos, comparaciones demoledoras hasta con Guatemala...

Resulta incomprensible la acción de la PGR al detener a funcionarios de Gobernación por la fuga de El Chapo, en particular dos de nivel medio, Celina Oseguera, coordinadora de Penales Federales, y Valentín Cárdenas, director de la cárcel El Altiplano. Ya habían sido destituidos, ahora fueron detenidos y acusados de “evasión de reo procesado por delitos contra la salud”. Hasta aquí, todo normal. Pero resulta que, según la jurisprudencia de la SCJN a propósito del artículo 150 del Código Penal Federal, “el delito de evasión de presos no solo se puede realizar en la forma de culpabilidad dolosa, sino que también admite el grado de culpabilidad culposa o imprudencial, (o) conducta negligente.” O sea, dos funcionarios y otros 11 detenidos son acusados de un delito que encierra dos vertientes: la acción deliberada —aceptar una mordida por permitir la fuga— y la negligencia por no evitarla. Es lógico que se trate de dos delitos diferentes, pero son incompatibles.

Si hubo mordida, no hay negligencia: imperó la eficacia de cumplirle al cliente. Si fue negligencia, es serio el asunto, pero al final no hay dolo ni corrupción, solo incompetencia. Si a cada funcionario incompetente del actual gobierno se le encarcelara, necesitaríamos un Gulag soviético.

La hipótesis más verosímil es que la PGR decidió usar un escopetazo que sirve para todo, mientras decide cuál de las opciones va a escoger. Complejo asunto: si fue negligencia, cómo explicar que ocupó cargos en el gobierno federal desde 2012, y en el de Marcelo Ebrard de 2008 a 2012. Y si fue soborno, la pregunta es si hasta allí llegó, o si a alguien de arriba le tocó también.

En cualquier caso, en ningún país donde rige el imperio de la ley se puede detener a una persona por varios delitos distintos e incompatibles a la vez, sin resolver de entrada cuál es el “bueno”. Cuando los corresponsales extranjeros se percaten de que los acusados fueron detenidos sin que se especificara la razón de su arresto, pondrán el grito en el cielo. Y si los reclusos son listos, denunciarán falta de debido proceso.

Pareciera que en este sexenio y el anterior, se sigue una versión jurídica del apotegma de Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no te gustan... aquí tengo estos otros”. Sustitúyase principios por delitos, y queda perfecto.

 

 


 

 

 


"Outsider" e independiente

 

Jorge G. Castañeda

 

El panorama electoral en países cercanos a nosotros o ajenos a nuestra ubicación geográfica pero no cultural encierra una característica común. En EU, Gran Bretaña, Guatemala, España, Holanda, Suecia y Grecia, el personaje, partido o movimiento antisistema o antiestablishment o antipartidos tradicionales canaliza el descontento de sociedades golpeadas por la crisis de 2009 y por la distancia e insensibilidad de sus instituciones y clase política ante demandas legítimas. En EU los outsiders son Trump, Carson, Fiorina del lado republicano; Sanders, por los demócratas. En Guatemala es el cómico ganador de la primera vuelta, Jimmy Morales. En España Podemos y Ciudadanos, en Grecia Syriza, en Holanda y Suecia los partidos racistas, en Inglaterra el nuevo líder del Partido Laborista, Jeremy Corbyn (casado con mexicana). Si las mismas causas suelen surtir los mismos efectos, debe producirse un fenómeno semejante en México. Ni PRI, PAN o PRD pueden desempeñar el papel de outsider; son insiders por excelencia. Han escrito las reglas; monopolizan los cargos de elección popular; reparten la piñata del INE; juegan el juego de sillas musicales, como el gabinete de Peña Nieto: los mismos solo se cambian de lugar. El único que aspira al nicho de “externo antisistémico” es AMLO.

 En este punto surgen dos confusiones. La primera, lógica y comprensible, pero falsa, es que outsider y antisistémico son sinónimos. Es cierto en algunos casos. Una cosa es la denuncia de la clase política, de la partidocracia y del sistema electoral y de financiamiento de partidos que tenemos; otra es la postura revolucionaria de AMLO. Se puede ser adversario de esas plagas y ser al mismo tiempo defensor de otras instituciones —no necesariamente político-electorales— en México. No sé si ambos discursos calen igual; sé que son dos discursos. En segundo lugar, la pregunta es quién puede denunciar con autoridad moral la pertenencia de AMLO a “la mafia del poder”: no es un auténtico outsider. ¿Quién puede decir que recibirá más de 400 mdp en 2016 —año no-electoral— y no los devuelve? ¿Quién puede decir que AMLO denuncia el fraude electoral y acepta las diputaciones y delegaciones producto de lo mismo? Y ¿quién puede preguntar quién ataca el contratismo de Peña Nieto y lo practicó con desvergonzado entusiasmo cuando fue jefe de Gobierno del DF? Lo empiezan a intentar EPN y Beltrones. No les va a resultar. Solo una candidatura independiente lo puede hacer. En México, outsider es independiente. O es El Peje. Escójanle.

 

 

 


 

 


Leopoldo López: callarse hasta la ignominia

 

Jorge G. Castañeda

 

Existen tres razones para explicar por qué gobiernos democráticos y respetuosos de los derechos humanos callan ante la condena del preso político más importante de América Latina: el venezolano Leopoldo López. Recordemos que fue sentenciado a 13 años de prisión por incitar, mediante discursos y tuits a sus simpatizantes, a la violencia en diversas manifestaciones, llevando a la muerte de varios en 2013. Es decir, se le encarcela por lo que dijo y escribió, y por las acciones de otros (evocando la "disolución social" de Díaz Ordaz en 1968). Recordemos que el juicio no fue público, el gobierno presentó a 108 testigos a su favor durante 600 horas de audiencia, que la juez desechó a 58 de 60 testigos de la defensa, que los dos aprobados no aparecieron y que López solo tuvo tres horas para defenderse.

La primera razón es obvia. No se considera que se trata de un preso político: posición de Unasur. Hay leyes en Venezuela, el delito está configurado, hubo un juicio y López es un delincuente como cualquier otro. Este argumento, típicamente autoritario (ver las sentencias en Cuba, la URSS, Chile bajo Pinochet, o el apartheid en Sudáfrica), hace caso omiso de dos elementos. No todas las leyes son iguales, en una comunidad internacional donde imperan múltiples convenios sobre derechos humanos, democracia, debido proceso... Segundo: no todos los juicios son iguales. Algunos no son aceptables para gente demócrata, civilizada y respetuosa de los derechos humanos.

La segunda razón es el anacrónico, contradictorio e hipócrita principio de no intervención, en su acepción latinoamericana. Tal vez López es un preso político, pero lo que cada quien haga en su changarro es asunto suyo. Pequeño problema: varios de los actuales gobernantes de América Latina fueron presos políticos, y algunos obtuvieron su liberación gracias a los esfuerzos de otros gobiernos latinoamericanos, como cuando Carlos Andrés Pérez y Diego Arria convencieron a Pinochet de soltar a los reclusos de Dawson, incluyendo a Orlando Letelier y a mi finado suegro Carlos Morales.

 Tercera razón: miedo a las represalias. O bien porque poseen un ala izquierda poderosa y acólita de La Habana y Caracas —Brasil y Chile— o bien porque les aterra la injerencia castro-chavista en su barrio —México, Perú, quizás Panamá—, varios gobiernos llegan hasta el pavor ante un reclamo público o travesuras privadas de Maduro.

¿En cuál de estas aberraciones descansa el vergonzoso silencio del gobierno de México? Podrían explicar sus motivos, para refutarlos con mayor eficacia.

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


¿GIEI=CICIG?

 

Jorge G. Castañeda

 

Hasta donde son confiables los resúmenes de prensa del informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), nombrado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, invitados y financiados por el gobierno de México y por los familiares de los desaparecidos de Ayotzinapa, la tragedia se ha vuelto un desastre investigativo, mediático, político e internacional para el gobierno. Autoinfligido en una parte, ajeno a su injerencia en otra.

Si entiendo bien, la GIEI descalificó el informe presentado por el gobierno en varios aspectos. El primero es el incendio en el basurero de Cocula: su experto concluyó que era imposible incinerar a 43 cadáveres de la manera en que las autoridades indicaron. El segundo se refiere a los fundamentos de la versión gubernamental: casi en su totalidad basada en declaraciones, obtenidas bajo condiciones altamente sugerentes de tortura. El tercero involucra el descuido y el desaseo de las evidencias y de la escena del crimen, así como la falta de seriedad en construir un time-line robusto. El cuarto, quizás el más grave, consiste en la existencia de un quinto autobús, y una separación de los 43 estudiantes en dos grupos, sin que nada se sepa al respecto. Por último, el GIEI se pregunta, de manera elíptica, si la Policía Federal y el Ejército no estaban en condiciones de evitar lo que fue una masacre.

 Confieso que no comprendo cómo alguien como Jesús Murillo Karam pudo haberse equivocado a este grado. Dije en varias ocasiones que me parecía el menos peor de los funcionarios de Peña Nieto, y que su "verdad histórica" se antojaba verosímil. Hoy hay de dos sopas: resultó falsa o lo es la del GIEI. Concuerdo, por ahora, con la reacción oficial al informe de los investigadores extranjeros. A diferencia del Papa, de Juan Méndez sobre la tortura, de las desapariciones forzadas y de los forenses argentinos, esta vez el gobierno optó por no pelearse. Dijo que considerará sus recomendaciones, incluyendo la necesidad de un nuevo peritaje sobre el presunto incendio de Cocula. Da la impresión que por fin Gobernación y Relaciones, quizás como resultado de los cambios en ambas dependencias, convencieron al Presidente de no plegarse a las exigencias de las FFAA, salvo en su rechazo a permitir el encuentro entre la GIEI y los integrantes del 27 Batallón en Iguala. Algo es algo, pero falta: la rendición de cuentas y la asignación de responsabilidades de una contraverdad histórica, o de un encubrimiento fallido —otro más.

 

 


 

 

 

 

 



Opinión
Democracia Inacabada

 

Jorge G. Castañeda

 

Guatemala vive un proceso electoral extraño: escoger un nuevo presidente, mientras que el saliente renuncia, acusado de corrupción por la calle, el Congreso y el Poder Judicial. Es una de las paradojas de una miniregión convulsa y a la vez anunciadora de cambios cruciales en América Latina.

Un recorrido por cuatro países centroamericanos muestra las consecuencias del olvido internacional y del legado de las guerras del siglo pasado. Sociedades entrañables, desgarradas por pobreza, violencia y corrupción, impulsadas por la emigración, instaladas en una democracia inacabada pero resistente: estas son características de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua.

Centroamérica es una de las regiones más inseguras del mundo. Pandillas desagregadas en Guatemala, maras organizadas en El Salvador y la combinación de ambas en Honduras desuelan ciudades y barrios, desangran a sus juventudes y ahuyentan a inversionistas. En Honduras, las pandillas se han entreverado con el crimen organizado, que se ha dedicado a traer drogas desde Venezuela a partir de 2005, y a reenviarlas a México y Estados Unidos.

En El Salvador, el narco tiene menor presencia y las bandas armadas encierran otro origen: las deportaciones de salvadoreños de Los Ángeles hace 15 años. El Gobierno anterior facilitó una tregua con sus dirigentes que, al principio, permitió disminuir la violencia, pero que ya se agotaba cuando el Gobierno actual la clausuró. La Barrio 18 y la MS-13 respondieron con fuego y la violencia alcanzó grados nunca vistos: 677 muertos en junio, 250 en la primera semana de agosto.

En Guatemala las grandes organizaciones delictivas se encuentran incrustadas en el Estado desde hace tiempo, y las pandillas son más un vehículo de movilidad social que otra cosa. Las carreteras y costas de Guatemala encaminadas a México son arterias cruciales de la circulación de drogas. Los narcos las aprovechan y se las disputan. Los efectos perversos en Centroamérica de la guerra sangrienta e inútil del expresidente mexicano Felipe Calderón se multiplican y se resumen en un factor: a pesar de sus debilidades, México es más capaz de administrar y acotar al crimen organizado que sus socios del Triángulo del Norte. Las consecuencias de esta tragedia son diferentes en cada país. En los tres casos la mezcla específica de bandas, narcos y Estado cautivo varía, el resultado no: delincuencia, inseguridad y violencia.

Emigración y remesas marcan la configuración social y económica del Triángulo del Norte

Ese resultado conduce a su vez a un segundo rasgo regional: el peso de la emigración y las remesas en las sociedades y economías. De Nicaragua los nacionales parten al sur: a Costa Rica y a la industria de la construcción de Panamá; las remesas equivalen al 11% del PIB. De Guatemala huyen a EE UU debido a la inseguridad; los envíos de expatriados alcanzan el 10% del ingreso nacional. Para Honduras, de donde la gente huye por la violencia, la cifra es del 15%; para El Salvador, de donde se alejan por la postración económica, es del 16%. Como lo describió Joaquín Villalobos, la región corre el riesgo de convertirse en el equivalente de una sociedad asistida, viviendo de remesas y del consumo que generan, pero condenada a la pobreza que aflige a los desterrados del universo de envíos de dólares.

Hace décadas que Washington no ejercía tal influencia en Centroamérica y centra sus esfuerzos en el narcotráfico y en asuntos que le afectan directamente: la migración, la violencia, la gobernabilidad y la corrupción. Sus políticas contrainsurgentes en los años ochenta y su guerra contra las drogas desde 1971 contribuyeron a las desgracias centroamericanas; hoy EE UU se ve forzado a rectificar y a atender los problemas que en buena medida creó. Lo cual nos lleva al acontecimiento más esperanzador de este tiempo en Centroamérica.

En 2006 Ban Ki Moon y el Gobierno chapín crearon la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Su propósito consistía en ser un coadyuvante de la fiscalía y del ministerio público en la investigación y juicio “de los delitos cometidos por integrantes de los cuerpos ilegales de seguridad... como en general en las acciones que tiendan al desmantelamiento de estos grupos... (para) fortalecer a las instituciones del sector Justicia para que puedan continuar enfrentando a estos grupos ilegales en el futuro”. Con el tiempo, la CICIG se ocupó más de temas de corrupción gubernamental, y se vinculó más a EE UU.

Un mayor apoyo de EE UU contra la corrupción gubernamental sería un gran avance en la región

 

En el primer semestre de 2015, la CICIG ocupó las primeras planas de los diarios guatemaltecos por sus acciones dirigidas contra miembros del gabinete del expresidente Pérez Molina, su vicepresidenta y él mismo. Con sus 200 oficiales de seguridad y 200 fiscales, todos extranjeros, trabajando directamente con el MP; con un nuevo comisionado colombiano vigoroso; con recursos suficientes y el apoyo de la Embajada norteamericana, la CICIG se ha convertido en un potente instrumento de lucha contra la corrupción en el país. Como contó un alto funcionario del Gobierno: “Duele reconocer que somos incapaces de limpiar la casa nosotros. Pero mejor que lo haga alguien a que no lo haga nadie”. Llegó hasta el final: la renuncia el 2 de septiembre de Pérez Molina, obligada por las investigaciones de la CICIG, el desafuero por el Congreso, y las protestas callejeras.

La idea ha hecho su camino. En Tegucigalpa se manifiestan exigiendo la creación de una CICIH: el equivalente en Honduras. En una visita a la capital hondureña, el emisario estadounidense Tom Shannon insinuó que la aprobación de los recursos para la llamada Alianza para la Prosperidad serían más rápidamente desembolsados de surgir una CICIH. En El Salvador, aunque el Gobierno confronta menores desafíos en materia de corrupción que sus vecinos, también han surgido demandas a favor de una comisión análoga, que hasta ahora el régimen rechaza.

La razón es obvia. Los 1.000 millones de dólares que prometió el vicepresidente norteamericano a los tres países del Triángulo hace casi un año no constituyen una cifra deslumbrante, pero revisten un valor emblemático. Washington puede condicionarlos a la perpetuación de la guerra antinarcóticos, o a la disuasión migratoria, o al combate a la corrupción a través del modelo de la CICIG. Los dos primeros temas serían más de lo mismo; el tercero, con todo y sus implicaciones de soberanía acotada, representarían un avance para la región.

Como lo sería la consumación de un viejo sueño: la unión aduanera de los países del Triángulo, y posiblemente también de Nicaragua y/o Costa Rica. Ninguna de estas economías, ni siquiera Guatemala, es verdaderamente competitiva —o incluso viable— por sí sola. No es seguro que lo sean en un esquema de mercado común, como en los años sesenta, sin México. Y los obstáculos políticos son monumentales. Pero al menos ya empiezan a hablar de eso y a negociarlo. Es otro rayo de esperanza en una región donde no abundan.

Jorge Castañeda es profesor Global Distinguido en la Universidad de Nueva York.

 


 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

¿Qué hacer con Venezuela?

 

Jorge G. Castañeda

 

A mitad del periodo del presidente Peña Nieto, el cotejo del discurso con la realidad es una tarea especialmente ardua, en un país donde nadie se dedica a eso. Los medios de comunicación obviamente no lo hacen; los think tanks tampoco, ya que algunos investigan muy bien pero no difunden y viceversa, pero ninguno investiga y difunde. Y como todo Informe de gobierno inevitablemente incluye verdades, medias verdades y falsedades, tratar de saber qué es cierto y qué no constituye una tarea ociosa para un comentócrata como yo; prefiero que otros lo hagan con más empeño.

Mirar hacia el futuro es más interesante y útil. En particular en un ámbito cada vez más importante para el país: la política exterior. La nueva secretaria de Relaciones, una mujer inteligente y abierta, poseedora de la virtud de no ser de la casa, tiene ante sí grandes retos en las próximas semanas. El principal, en mi opinión, las elecciones legislativas en Venezuela el 6 de diciembre. Es un problema endemoniado para México, para EU y para América Latina. Todo el mundo sabe que se van a producir dos acontecimientos: uno, el régimen chavista de Maduro va a perder las elecciones; dos, va a llevar a cabo un fraude monumental para evitar su derrota. Cómo cuadrar ese círculo que constituye un dilema enorme para los venezolanos pero también para la comunidad internacional. No existen soluciones fáciles.

El mejor antídoto para el fraude electoral, además de una oposición vigorosa e instituciones potentes, es la observación internacional, ya sea de la OEA, del Centro Carter o de la ONU; Maduro ya dijo que no. ¿Qué queda? Esa tragicómica institución llamada Unasur, que justamente porque Venezuela sabe manipularla con gran habilidad, encierra cierta consciencia para Caracas. Ahora bien, Unasur jamás va a entrometerse en los asuntos de Venezuela, a menos de que otros los convenzan.

 México, de la mano de EU y de Canadá, podría convencer a los brasileños —que mandan en Unasur pero no piensan— y a los colombianos —que piensan pero no mandan— de que es indispensable una misión observadora de Unasur en Venezuela. Como ni Argentina, ni Chile, ni Bolivia, ni Ecuador ni Perú van a mandar observadores, estos tendrían que ser en realidad funcionarios de la ONU, por ejemplo, disfrazados de Unasur. No tendría nada de malo. México puede desempeñar un papel crucial en este esfuerzo, si es que decide que la alternativa, a saber, un fraude electoral en Venezuela es peor para nosotros que el esfuerzo de entrometernos. Es el primer gran reto que va a enfrentar la nueva canciller.