Leopoldo López: callarse hasta la
ignominia
Jorge G. Castañeda
Existen
tres razones para explicar por qué gobiernos democráticos y respetuosos de los
derechos humanos callan ante la condena del preso político más importante de
América Latina: el venezolano Leopoldo López. Recordemos que fue sentenciado a
13 años de prisión por incitar, mediante discursos y tuits a sus simpatizantes,
a la violencia en diversas manifestaciones, llevando a la muerte de varios en
2013. Es decir, se le encarcela por lo que dijo y escribió, y por las acciones
de otros (evocando la "disolución social" de Díaz Ordaz en 1968).
Recordemos que el juicio no fue público, el gobierno presentó a 108 testigos a
su favor durante 600 horas de audiencia, que la juez desechó a 58 de 60
testigos de la defensa, que los dos aprobados no aparecieron y que López solo
tuvo tres horas para defenderse.
La
primera razón es obvia. No se considera que se trata de un preso político:
posición de Unasur. Hay leyes en Venezuela, el delito está configurado, hubo un
juicio y López es un delincuente como cualquier otro. Este argumento,
típicamente autoritario (ver las sentencias en Cuba, la URSS, Chile bajo
Pinochet, o el apartheid en Sudáfrica), hace caso omiso de dos elementos. No
todas las leyes son iguales, en una comunidad internacional donde imperan
múltiples convenios sobre derechos humanos, democracia, debido proceso...
Segundo: no todos los juicios son iguales. Algunos no son aceptables para gente
demócrata, civilizada y respetuosa de los derechos humanos.
La
segunda razón es el anacrónico, contradictorio e hipócrita principio de no
intervención, en su acepción latinoamericana. Tal vez López es un preso
político, pero lo que cada quien haga en su changarro es asunto suyo. Pequeño
problema: varios de los actuales gobernantes de América Latina fueron presos
políticos, y algunos obtuvieron su liberación gracias a los esfuerzos de otros
gobiernos latinoamericanos, como cuando Carlos Andrés Pérez y Diego Arria
convencieron a Pinochet de soltar a los reclusos de Dawson, incluyendo a
Orlando Letelier y a mi finado suegro Carlos Morales.
Tercera razón: miedo a las represalias. O bien
porque poseen un ala izquierda poderosa y acólita de La Habana y Caracas
—Brasil y Chile— o bien porque les aterra la injerencia castro-chavista en su
barrio —México, Perú, quizás Panamá—, varios gobiernos llegan hasta el pavor
ante un reclamo público o travesuras privadas de Maduro.
¿En
cuál de estas aberraciones descansa el vergonzoso silencio del gobierno de
México? Podrían explicar sus motivos, para refutarlos con mayor eficacia.
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