Jorge G. Castañeda
En el caso de la Presidencia, no
hay cena, comida o desayuno donde no se afirme que el presidente Peña Nieto le
atribuye a Ebrard la filtración sobre la casa de su esposa, denunciada por
Carmen Aristegui el año pasado. Huelga decir que no tengo la menor idea si es
cierto que eso piensa EPN, ni mucho menos si eso hizo Ebrard. Pero tanta saña
federal en su contra podría explicarse de esa manera. También se repite ad
náuseam que Miguel Ángel Mancera no le perdona dos pecados a Ebrard: apoyar a
otro candidato para sucederlo, y haber tratado de cercarlo o dominarlo cuando
Mancera se le impuso. De nuevo, imposible saber si es cierto, pero no carece de
sentido la sospecha.
Como Ebrard conserva a algunos
—pocos— amigos, de vez en cuando alguien fuera de su círculo de aliados lo
defiende; nadie más. Quizás esto sirva de escarmiento a los defensores activos
—o pasivos por calladitos— de la justicia política en México. Gastón Azcárraga
vive en Nueva York —sin tobillera electrónica y pudiendo desplazarse por todo
el país, pero sin salir de EU, ni volver a México, para ver más que
ocasionalmente a sus hijos—. Elba Esther Gordillo languidece en el Hospital
para Reos del Sur del GDF, mejor quizás que Santa Martha, peor que en su casa.
Ebrard pasará el resto del sexenio en Francia. Los casos jurídicos contra los
tres son patéticos; los políticos, inmejorables.
Quizá Ebrard debió haber pensado
en eso al guardar silencio cuando detuvieron a Elba, y cuando decidió no
visitarla una sola vez en la cárcel. O tal vez no debe preocuparse: va a ser
más agradable visitarlo a él en París, que a ella en Tepepan.
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